El desarrollo en la visibilidad de un Estado inteligente
Abstract
Sabemos que no es nueva la dificultad que se atraviesa cuando alguien intenta hacer una definición precisa de la noción desarrollo. Si se trata de un concepto normativo, en consecuencia podría argumentarse que no existe una definición aceptable por todos; si el desarrollo debe estar relacionado al tiempo, al lugar y a la circunstancia histórica que vive una sociedad, no podría ser reducido a una fórmula de validez universal. El caso es que siendo un ámbito que nos concierne porque para bien o para mal nos afecta a todos, crece el consenso respecto a la necesidad de un desarrollo de rostro humano. El reclamo por una vida de calidad (más allá del anglicismo intragable de quality of live), encuentra fundamento en la evidencia incontestable de que el crecimiento económico es moralmente ciego. Las necesidades están mal distribuidas entre unos pocos que tienen mucho de todo, y otros muchos que de todo carecen. Pero además el crecimiento es injusto por ser eso que Victoria Camps llama un proceso de creación de escasez, en el que la multiplicación sin freno de bienes de todas clases se produce por la destrucción sistemática de recursos y la amenaza consiguiente para las condiciones de vida del planeta. La diligencia que busque remediar el odioso contraste del lujo y la miseria, la humana preocupación por la naturaleza y los animales, la prevención sobre la herencia que vamos dejando a las futuras generaciones, son fines que declaramos moralmente indiscutibles. La traducción de esos fines en objetivos fundamentales de la vida colectiva, requiere la puesta en ejecución de eso que hoy solemos llamar políticas públicas, arena en la que concurren fuerzas competitivas, ideologías, intereses económicos y políticos, sin descontar la incidencia de las restricciones institucionales. El punto de relieve estriba en que esas actuaciones políticas también requieren de unas competencias culturales, de cambios en las actitudes y en las motivaciones de la población, de valores asociados a la dignidad individual y la estima del grupo social. Vista la cuestión del desarrollo en perspectiva, la teoría corporativista hace sugerencias importantes para entender las dificultades del cambio en América Latina. La propuesta da cuenta de la tradición estatista orgánica en el continente, la que enfatiza la importancia de la comunidad política y el papel central del Estado en la consecución del bien común, y cuya prédica clama que ella se origina en Aristóteles, se desarrolla a través de le ley romana, continua en la ley natural medieval, y más tarde en la filosofía social católica contemporánea. Pero más allá de la falsa disyuntiva entre la estadolatría y la estadofobia, el papel del Estado tiene en el presente una función central en el cambio estructural. No es menester desmantelar el Estado, sino de reconstruirlo haciéndolo visible a través de ejecutorias inteligentes. Aquí se asume el concepto de autonomía enraizada (embedded autonoy) propuesto por Peter B. Evans; su importancia estriba en el reconocimiento de que la inmersión del aparato estatal en la estructura social circundante es indispensable debido a que las políticas públicas deben responder a los problemas percibidos por los actores privados, recayendo en estos últimos la responsabilidad de la ejecución de tales políticas. Pese a que los desarrollos de las ciencias humanas no se traducen fácilmente en políticas públicas (cuyas implicaciones éticas en la creación de nuevas y costosas burocracias saltan a la vista), el científico social debe pasar del diagnóstico académico de lo social a la elaboración y montaje de la vigilancia crítica de las políticas sociales.